Noticias de Arquitectura


Zaha Hadid triunfa con Bach
agosto 14, 2009, 8:47 pm
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La arquitecta anglo-iraquí diseña en Manchester una sala de música de cámara

ANATXU ZABALBEASCOA – Madrid – 18/07/2009

Le ha costado 30 años, pero, finalmente, Zaha Hadid (Bagdad, 1950), la arquitecta más famosa del mundo, dejará su huella en el Reino Unido, el país que la ha visto formarse y crecer profesionalmente pero que, hasta hoy, parecía resistirse a verla triunfar. Aun así, lo hará con un edificio pequeño, un inmueble sin lugar, un auditorio de tela, una sala de música de cámara ideada para escuchar a Bach y levantada en medio de un museo…. durante el breve periodo de apenas dos meses que dura el Festival Internacional de Verano de Manchester. Muchos inconvenientes convertidos en un nuevo reto para esta arquitecta acostumbrada a lo difícil.

Hadid tenía 25 años y un pasado como hija de un ministro socialista iraquí cuando aterrizó en la Architectural Association de Londres, donde, bajo la tutela de Rem Koolhaas, creyó que la arquitectura podía cambiar el mundo. Durante años no fueron sus edificios sino sus osados dibujos los que cambiaron su suerte. Famosa antes de construir por sus propuestas escultóricas, consiguió levantar su primera obra cuando ya era conocida en todo el planeta.

Eso sí, el despegue profesional lo logró con edificios poco protagonistas: un aparcamiento de tranvías en Estrasburgo y una pista de saltos de esquí. Fue suficiente para comenzar a acumular premios, desde el Mies van der Rohe de la Unión Europea al Pritzker, que distingue a los mejores del mundo. Entre tanto, en su país —es ciudadana británica desde hace casi 30 años— se hartaba de perder concursos. O peor aún, de ganarlos sin que le dejaran construirlos.

Hoy, con obra en Estados Unidos, Alemania, Japón o España, con piezas de diseño exclusivo en las más reputadas empresas de lujo (de Chanel a Louis Vuitton), con un sin número de brillantes ejercicios efímeros (del pabellón itinerante de la misma Chanel a las escenografías de Pet Shop Boys) y con proyectos en Abu Dhabi, Roma, Madrid (Ciudad de la Justicia) y Barcelona (Torres Espiral en el Campus Interuniversitario), a Hadid no le ha bastado con ser la arquitecta más famosa del mundo para conseguir el reconocimiento en casa. Sin embargo, la atención de su país podría obtenerla ahora, gracias al bucle inusitado del nuevo auditorio temporal levantado para el Festival Internacional de Manchester.

En la línea del auditorio que ideara para Abu Dhabi —curvo y sinuoso frente a sus angulosos primeros encargos—, el proyecto de Manchester es, en realidad, poco más que una escenografía ingeniosa. Con capacidad para 600 personas (sentadas en sillas Panton negras, las favoritas de la arquitecta, y —de plástico y curva— atípicas en una sala de música), la obra es una cinta de tela sujeta por una estructura metálica. Parece una carpa, pero tiene la belleza de un trazo lineal depurado. Además, encierra investigación y osadía: la fibra sintética cuida de la acústica de los conciertos de cámara que acogerá: la reverberación no es ni larga ni corta, ideal para escuchar a Bach.

Con todo, la acústica no ha sido el mayor reto. Levantado en medio del Museo de Arte de Manchester, el bucle de Hadid llega para quedarse, aunque sea en la memoria de quienes, hasta el 31 de agosto, pueden visitarlo gratuitamente. Le ha costado mucho levantarlo. Con todos los premios posibles en las estanterías de su estudio, hace años que a esta diva cosmopolita le obsesionaba el reconocimiento local, el aplauso de los suyos, la inclinación de cabeza del establishment británico. Así, Hadid disfrutó de la inauguración de este pequeño auditorio como el mayor de sus logros.

Mientras lo habitual entre los arquitectos es añorar construir lejos y triunfar por el mundo, esta proyectista se desesperaba por lograr el reconocimiento británico. Finalmente, ha sido en una ciudad alejada del ombligo londinense y con un trabajo aparentemente menor, de vocación temporal. La osadía merecía un ensayo en provincias, pero el paso está dado. Hadid ha triunfado en casa.



La nueva arquitectura verde
junio 17, 2009, 1:12 am
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Sintético o natural, un aire vegetal arropa edificios de todo el mundo

ANATXU ZABALBEASCOA – Madrid – 16/06/2009

Lo hemos visto en el paisajismo. Ya no se trata de recortar boj para formar escudos ni de sembrar parterres con flores en las que brillen los colores nacionales. El arte topiario quedó muy atrás y un nuevo paisajismo, más reparador que decorador, prolifera en las ciudades. Así, mientras la reconversión de zonas industriales en espacios verdes lleva árboles a los extrarradios urbanos, el centro de las ciudades clama por espacios sombreados, húmedos y verdes.

En Seúl, el arquitecto coreano Minsuk Cho, del estudio Mass Studies, envolvió la tienda de la diseñadora de moda belga Ann Demeulemeester con un manto de musgo. Consiguió así una fachada viva que convierte el edificio en un pequeño generador de oxígeno. Minsuk Cho (1966) es un arquitecto global. Tras formarse en Seúl, estudió en la Universidad de Columbia, en Nueva York, y luego trabajó en Rotterdam para Rem Koolhaas y su estudio OMA (Office of Metropolitan Architecture). Sin embargo, más que en Holanda, fue en el periplo de sus viajes de estudio y trabajo donde Cho aprendió a construir lo inesperado, a saber ver donde más cuesta hacerlo. Así, en este pequeño inmueble ha sabido llevar naturaleza donde ésta no parecía caber ni tener cabida.

También el centro de Tokio es un lugar reñido con la vegetación. Por eso dos tokiotas de adopción como la italiana Astrid Klein (1962) y el británico Mark Dytham (1964) optaron por dibujar cañas de bambú para levantar una sombra, una pantalla protectora, contra el exceso de sol. Su edificio-anuncio, en el centro de la capital nipona, tiene la fachada de vidrio cubierta por una pintura blanca y rota. Lo serigrafiado allí no son, en realidad, cañas de bambú sino la ausencia de las cañas, su vacío: los huecos de los tallos y las hojas del bambú sobre el fondo blanco. De este modo, recortando siluetas transparentes sobre la fachada blanca, esos vacíos dejan ver la luz verde del muro interior del edificio. El serigrafiado funciona así como una doble cara: sombrea el interior del edificio y agranda la mancha verde exterior sumándose a la vegetación del jardín.

Pero no todo es naturaleza versionada y posmoderna. También el primitivismo tiene cabida en la nueva arquitectura verde. La nostalgia y la levedad se dan la mano en un puente peatonal levantado por un catalán en Austin (Tejas) que recuerda más a un ingenio construido por Tom Sawyer y sus compinches que a una pasarela de vanguardia. Juan Miró (1964) es un barcelonés que se graduó en Madrid y estudió en Yale. En Estados Unidos conoció al puertorriqueño Miguel Rivera. Juntos forman uno de los estudios más sugerentes de Austin. Allí, su pasarela de acero oxidado está inspirada en los manglares que colonizan las orillas del río. Este puente no es una línea: la irregularidad de las barandillas se funde con un paisaje de ramas y arbustos.

Los trabajos de Miró y Rivera, Dytham y Klein y Mass Studies reconsideran lo que podría ser la arquitectura verde. Todos han sido seleccionados entre los 100 mejores proyectos de los últimos tiempos por un grupo de 10 críticos internacionales convocados por la editorial Phaidon. Es la tercera vez que esta editorial británica encarga a expertos de diversos países el canon de la última arquitectura internacional.



Arquitectura sin maquillaje
junio 2, 2009, 3:45 am
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El museo Can Framis reivindica la antigua pobreza de un barrio barcelonés

ANATXU ZABALBEASCOA – Madrid – 02/06/2009

Barcelona ha echado el freno. El nuevo vecino de la Torre Agbar de Jean Nouvel y del estilizado hotel de Dominique Perrault no quiere maquillajes. El museo Can Framis prefiere antes un collage que revela los ladrillos y el hormigón basto de la vieja industria del barrio barcelonés Poble Nou que las nuevas pieles que empieza a gastar el vecindario. El arquitecto Jordi Badía lo tuvo claro. Un museo en el que exponer arte catalán contemporáneo no podía ignorar los cimientos del antiguo barrio fabril. Guinovart y Tàpies tienen más que ver con los viejos ladrillos que con los brillantes muros cortina de los nuevos rascacielos.

Poble Nou (Pueblo Nuevo) nació en el siglo XVII en el extrarradio barcelonés, cuando la abundancia de agua, el bajo precio de los terrenos y la cercanía al corazón de la ciudad fomentaron la aparición de pequeños talleres textiles. Luego llegaría la industria y, posteriormente, la electricidad. Fue ese crecimiento pausado lo que hizo del barrio un lugar singular, una especie de polígono con forma de pueblo en el que los quioscos y las fuentes convivían con las chimeneas. Allí los trabajadores convivían familiarmente con la industria. Hasta que, en los años setenta, esa industria pequeña empezó a desaparecer. Fue entonces cuando Poble Nou dejó de ser nuevo. Y el barrio empezó a cambiar.

Hace algo más de una década, cuando el consistorio barcelonés optó por rebautizar parte de Poble Nou como el 22@, más que cambiar, el vecindario se transformó: los diseñadores tomaron las calles, las bicicletas volvieron a circular, subieron los alquileres y a la señora Pepeta le llegaron vecinos cosmopolitas. Así, la antigua arquitectura fabril, la mayoría de nula calidad arquitectónica, desapareció bajo la piqueta o reconvirtió su pasado industrial en nuevos lofts de diseño. Pocos vecindarios habitados de España se habrán transformado tanto en tan poco tiempo.

En menos de un lustro, arquitectos como Nouvel, Perrault o Herzog & De Meuron aterrizaron en los solares vacíos. Eran, son, las nuevas estrellas de la zona. Sus edificios han llevado al viejo barrio a las revistas internacionales. Sólo que esos inmuebles tan brillantes… no acaban de cuajar. Como les ocurre a algunas estrellas del fútbol galáctico, esos iconos no se adaptan, no hacen amigos. No se hacen con el lugar aunque sobresalgan, como islas, en medio de un paisaje desconocido.

Por eso llama la atención este nuevo edificio que, enfrentándose al nuevo mundo del barrio, consigue, sin embargo, anclarse en él. Fue un mecenas como los antiguos, el farmacéutico Antoni Vila Casas, quien decidió salvar una antigua fábrica y apostar por la cantera local: el pasado del barrio. Se trataba de transformarla en Can Framis, un museo de arte contemporáneo catalán.

El arquitecto Jordi Badía entendió el encargo. Allí no se pedían fuegos de artificio. La apuesta era bajar del pedestal al museo. Llevar el arte a la calle. Se trataba de trabajar con materiales crudos, formas despojadas y volúmenes rotundos: la especialidad de su estudio, BAAS arquitectos. Badía partió de dos naves industriales, que ha restaurado y ha unido ahora con un nuevo edificio. La suma de los tres inmuebles forma una gran plaza por la que se accede al museo. Una nueva capa de hormigón y pintura, en la que se puede entrever la vieja y deteriorada piel de los inmuebles, contrasta con la alta tecnología que gastan los edificios del entorno.

Con este museo, la labor que la Fundación Vila Casas quiere hacer por la cultura catalana se multiplica. Can Framis no sólo expone arte catalán contemporáneo. También su arquitectura habla. Y el mensaje es rotundo: muros, luz y espacio público. No hace falta mucho más. Eso sí, el anclaje físico y social de los edificios precisa tiempo. Cuando la hiedra se apodere del pavimento, los álamos blancos y el nuevo verde compondrán una mancha húmeda que, asegura el arquitecto Jordi Badía, «contrastará con el olor a nuevo del entorno».



REPORTAJE: Premio Príncipe de Asturias de las Artes
May 21, 2009, 3:18 am
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El triunfo del arquitecto global

Norman Foster obtiene el galardón por su inconfundible obra, repartida en los cinco continentes – «La crisis no debería afectar a nuestro oficio», asegura

ANATXU ZABALBEASCOA – Madrid – 21/05/2009Yates y rascacielos, el nuevo autobús de Londres y el mayor aeropuerto del mundo. No hay escala ni continente que se le escape al nuevo premio Príncipe de Asturias de las Artes. El arquitecto Norman Foster (Manchester, 1935) cree que «todo forma parte de lo mismo. El mundo entero me interesa», dice. Es ese trabajo, ambicioso y meticuloso a la vez, lo que lo ha convertido en el paradigma del arquitecto global. Es el proyectista más internacional de todos los tiempos. El 80% de sus estaciones, rascacielos, aeropuertos y puentes se levantan lejos de su país: de Argentina a Qatar, de China a Marruecos. Y trabajar en cualquier lugar del planeta cambia algo más que la vida de Foster. Cambia también la arquitectura. Fiel a su imagen de profesional inquieto, contesta a las preguntas de EL PAÍS desde el avión que lo traslada a Nueva York.

-¿No estará pilotando?

-No. En esta ocasión no puedo. Tengo trabajo.

Explica que ya no vuela tantas horas al mes como hace años. Aún así, durmió en Madrid, despegó en Londres y pasará la noche en Manhattan. «Dado su prestigio y mis conexiones con España [está casado con Elena Ochoa y suyos son el metro de Bilbao, la torre de Caja Madrid o el futuro Camp Nou] es un gran honor recibir el Príncipe de Asturias». Lo dice un hombre que, del Pritzker para abajo, parece tener ya todos los premios y que sigue recibiendo, y aceptando, una media de un galardón cada tres meses.

-Tras Niemeyer, Sáenz de Oiza y Calatrava, es el cuarto arquitecto que recibe el galardón. ¿Qué le parece la compañía?

-Niemeyer me parece un Héroe. Y el premio, un reconocimiento para la arquitectura. Yo creo en su poder transformador.

Él mismo, uno de los pocos proyectistas fiel a un estilo -el high tech– y a una manera -cartesiana y tecnificada- de pensar la arquitectura, se ha transformado a lo largo de los años. En su primera década en activo -los setenta- concluyó tres proyectos. En lo que va de siglo ha rubricado 100. ¿Cómo afectan esos números a su obra?

-La arquitectura es una larga espera. La semana pasada nos aprobaron el urbanismo de Duisburg, en Alemania. Hace 19 años que ganamos el proyecto. Y sólo ahora comenzaremos a plantar árboles. Los números engañan.

Más números. Tiene 74 años y no piensa descansar: «Otra vida sería tremendamente aburrida». En 40 años de profesión sus retos han cambiado. De ensayar nuevas tecnologías constructivas pasó a preocuparse por los inquilinos de los edificios, para que tuvieran luz natural y zonas de recreo. Es lo que hizo en su Hong Kong & Shanghai Bank, por entonces, 1986, el edificio más caro del mundo: «La arquitectura es cliente y usuario. Determina la calidad de vida de las personas».

Hoy sus retos parecen tener más que ver con el tamaño. Suyos son el mayor aeropuerto del mundo -Pekín- y el puente Milleau -en Francia-, de 2,46 kilómetros. Pero en ese difícil equilibrio entre lo grande y lo pequeño, los jefes y los empleados, Foster ha aprendido a aterrizar en cualquier sitio.

«Puede que cuidar la construcción de 100 edificios sea más complicado que vigilar la de tres. Pero Foster siempre construye mejor que el 95% de los arquitectos del mundo», declaraba hace pocas semanas a este diario el arquitecto indio Charles Correa. India es uno de sus nuevos retos: «Un mercado nuevo», explica. La terminología empresarial es también marca de la casa. El año pasado, The Sunday Times colocó a Foster & Partners a la cabeza de las empresas privadas con mayores beneficios. Desde el avión asegura que la crisis también le ha afectado: «Tal vez menos que a otros porque seguimos ganando concursos y estamos acostumbrados a diversificar los proyectos».

Sus propios edificios entienden de economía. Son caros, pero resultan formalmente económicos. Discretos y alejados del espectáculo, buscan más la sólida solvencia que la sorpresa. Ninguno de sus casi 500 trabajos construidos contiene excesos gratuitos, «por eso en épocas de crisis no tenemos mucho de donde quitar». No cree que la crisis vaya a cambiar la arquitectura: «No debería. Las necesidades de la arquitectura son constantes. Son las de la gente». ¿Cree que la idea de arquitectura del Príncipe de Asturias difiere de la del Príncipe de Gales? «Eso debería hablarlo con ellos», bromea. Minucioso y preciso, prolífico, y discreto, Norman Foster no pone jamás una pieza fuera de sitio.



Aquí toca hacer foto
May 16, 2009, 3:51 am
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Un espigón, un teatro, un rascacielos, un hotel o un centro de turismo ecuestre. La mejor arquitectura se convierte en una atracción en sí misma

ANATXU ZABALBEASCOA – 16/05/2009Ya no sólo las ciudades congregan edificios de vanguardia. Algunos de los nuevos proyectos de la mejor arquitectura española redibujan la costa. Otros se pelean con el viento para crear un destino turístico hotelero en medio del paisaje desértico. Un teatro puede leerse en Madrid como un cruce de caminos. Pero también un rascacielos, el de Gas Natural en Barcelona, cuyo solar privado atraviesa una calle de uso público. En conjunto, una imagen sorprendente y plural. Si, efectivamente, la necesidad agudiza el ingenio, la arquitectura podría despertar abruptamente de algunos sueños. Y de muchas pesadillas. Las condiciones adversas: programas complejos, presupuestos limitados o dureza del entorno, pueden contribuir a que salgan de la chistera edificios muy originales. Está sucediendo en España. La arquitectura más rompedora ha dejado de estar centralizada en Madrid y Barcelona. La última bienal ha descubierto a finalistas en parajes insospechados.

EDIFICIO-PAISAJE

01 Cultura del mar

Cuando Jesús Irisarri y Guadalupe Piñera recibieron el encargo de construir casetas para los aperos de los pescadores en la boca de la ría de Vigo, recordaron los muelles de su infancia, en la antigua Casa del Mar. Por eso pensaron que el espigón debía convertirse en paseo y que los departamentos para los pescadores no podían taponar visualmente las vistas al mar. Así, diseñaron un edificio semitransparente empleando la idea de las jaulas metálicas, un elemento tradicional de la pesca, permeable por el mar y, en este caso, permeable a las vistas. A través de estas nuevas casetas, con Premio FAD al paisaje, Irisarri quiso llevar la cultura del mar «a la vista del ciudadano».

AISLADOS POR LA NATURALEZA

02 Luz para los caballos

Laura, la hija mayor del arquitecto navarro Patxi Mangado, es una experta en doma clásica. Su prolífico padre decidió apostar por esa afición invirtiendo en su tierra, en el valle de la Ultzama, y en una obra propia en la que poder vivir con caballos en medio de la naturaleza. El edificio para ese amplio objetivo, que combina turismo ecuestre con vida familiar, cuajó uno de sus mayores logros profesionales: unas caballerizas de impecable factura, luz interior y madera y aluminio exterior. La tipología la daba el valle, pero la mezcla de materiales nobles e industriales consiguió un edificio sorprendente: con la cercanía de un espacio doméstico y la escala de un pequeño pueblo.

Zenotz. Valle de la Ultzama (Navarra). Las instalaciones están abiertas a los visitantes que quieran conocerlas.

03 Sueños de aire

También en Navarra, cerca de Tudela, en medio de la nada surge una fachada de palés, 22 cabinas prefabricadas de un lujo austero con un puñado de premios de arquitectura. En el hotel Aire, los grandes ventanales sirven para contemplar un horizonte desértico en el parque de las Bardenas Reales. Los palés detienen el viento, pero dejan pasar el aire. Sus autores, Emiliano López (1971) y Mónica Rivera (1972), han ganado con este proyecto el Premio Joven de la Bienal Española de Arquitectura. Pero también el británico que Architectural Review concede al joven talento innovador. El resto ha sido caminar de puntillas. Y trabajar. En cualquiera de los proyectos que han concluido este año (son autores de unas viviendas de protección oficial que lograron el Premio FAD), estos arquitectos despliegan, sin ruido, sus dotes para la arquitectura, el paisajismo y hasta el diseño de muebles. En el hotel Aire jugaron con todas sus habilidades. Todo salió de sus planos: incluso la idea misma de hotel como lugar de descanso, contemplación y cuestionamiento de todo, incluido el lugar para unas vacaciones.

CRUCES DE CAMINOS

04 Entre el mar y el cielo

¿Cuántos rascacielos españoles memorables se han levantado en la última década? La nueva sede de Gas Natural, junto al puerto de Barcelona, de Enric Miralles y Benedetta Tagliabue, persiguió ese ambicioso objetivo. Así, desde las alturas, trató de comprender el suelo y se dejó atravesar por una calle privada de uso público. También los cristales malvas y azules hablan del mar a sus pies y del cielo en las alturas. El interior es uno de los ejercicios de arquitectura al milímetro más logrados de los últimos tiempos. Ese interiorismo pertenece a la época en que los rascacielos eran más sinónimo de glamour que de especulación.

05 Placer peatonal

También los Teatros del Canal de Juan Navarro Baldeweg, en Madrid (Gran Premio de la X Bienal Española de Arquitectura), resuelven, sin dar la espalda, una peliaguda situación urbana en un cruce de caminos. Sin gestos grandilocuentes, pero con gran decisión, los tres teatros ordenan el cruce entre dos calles robando plazas urbanas que, como grietas, arañan unos metros de reposo a los nuevos edificios para uso de los peatones. Un volumen rojo (para los espectáculos de danza), otro translúcido y un último edificio negro conforman un escenario urbano sólido y una infraestructura que Madrid pedía a gritos. (www.madrid.org/clas_artes/teatros/canal). Calle de Cea Bermúdez, 1. Madrid.

ICONOS JUNTO AL AGUA

06 Pura naturalidad

Si el pabellón de España, con su bosque cerámico, fue la obra más aplaudida de la pasada Expo de Zaragoza, la Central de Energía de Iñaki Alday y Margarita Jover es la que quedará como el sorprendente icono pobre de la Expo. En la avenida de las Ranillas, donde los arquitectos idearon también el parque del agua, brilla un legado inesperado de la fiesta zaragozana: esta central de energía no enmascara su uso ni lo subraya, y desde esa naturalidad forma parte del jardín.

07 Hormigón flotante

En la cuenca del Tajo, a su paso por la provincia de Cáceres, frente al embalse de Gabriel y Galán, José María Sánchez García (1973) levantó una pista de chapa corrugada sobre pilotes, un anillo flotante de hormigón apoyado en columnas que se hacen eco de los troncos de los pinos de la zona. Como una pieza de land art, este centro de tecnificación de actividades deportivas tiene una lectura a vista de pájaro (posado junto al embalse) y otra a pie de bosque. Desde el suelo parece un ciclorama teatral, pero también un mirador, en un emplazamiento que necesitaba una arquitectura ligera como ésta: capaz de caminar de puntillas.

VANGUARDIA PÚBLICA

08 Un juego de cubos

Al este de Madrid, San Blas se ganó el sobrenombre de distrito olímpico porque allí se acordó levantar varias de las futuras instalaciones deportivas, incluido el Estadio Olímpico. Allí, junto a varios bloques de viviendas, un equipo de arquitectos tan joven como prolífico, el Estudio Entresitio, levantó un centro de salud que parece una escultura pétrea. María Hurtado de Mendoza Wahrolén (1968), su hermano José María (1973) y César Jiménez de Tejada (1964) han construido un juego geométrico con cubos salientes (como lucernarios) o ausentes (como patios) para dejar entrar la luz. Por fuera, un rotundo muro de hormigón resulta escultórico gracias a la huella que dejaron en él las tablillas de madera empleadas para el encofrado. El interior ganó el premio Ascer al mejor uso de la cerámica.

09 Fluyen los círculos

También al este de Madrid, en Arganda, Rubén Picado y María José de Blas (1966) cuajaron un proyecto público, pero casi opuesto al anterior. Donde los arquitectos optaron por sinuosidad, apertura y juego. La escuela infantil es una suma de círculos. Todo es curvo, pero un orden orgánico organiza los espacios de una manera casi cartesiana. Sin rupturas y con fluidez, la suma de círculos no produce sólo un collar.



El arquitecto asceta
May 3, 2009, 3:30 pm
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ANATXU ZABALBEASCOA 03/05/2009

El último premio Pritzker vive en un pueblo de 900 habitantes, cerca de la frontera suiza con Italia. En la web del Ayuntamiento de Haldenstein, Peter Zumthor (1943) figura como el arquitecto del pueblo. Hijo de un ebanista de Basilea, nacido y criado en esa ciudad, y formado en Nueva York, explica que decidió vivir mirando las montañas y escuchando los cencerros de las vacas cuando conoció a su mujer, Annalisa. «Ella es de aquí. Pensé que esto podía ser una buena vida», dice. Debe de serlo. Han pasado 40 años. Hace 30 que, tras trabajar en la comisión de rehabilitación del patrimonio de su cantón, levantó el estudio donde todavía trabaja, un edificio tosco de madera que parece una de las viejas construcciones del pueblo, sin edad y sin que el tiempo parezca ya afectarlas. «Fueron pasando los años y un día me di cuenta de que mis tres hijos hablaban el dialecto de la zona», dice. «Debemos de ser de aquí, pensé. Y aquí nos quedamos, sin más. Lo mejor que me ha pasado en la vida nunca ha sido planificado».

¿Cree en un destino? Creo en mantener la mirada capaz de ver y el espíritu capaz de cambiar.

Pero usted cambia poco. Es difícil ponerle fecha a sus edificios… Bueno… Tengo muy claro lo que no me gusta. Lo que me gusta es otra historia.

¿Qué le gusta? Todo. Eso es lo que dicen mis hijos, que me gusta todo: leer, pasear, estar con amigos, jugar con mis nietos, caminar por el campo, fumar cigarros, ver películas, escuchar música. Me gusta todo excepto hacer algo que no quiero hacer.

Por ejemplo, diseñar para Armani (rechazó una pasarela), para Hugo Boss (rechazó hacer una mansión para los herederos) o para Audi (rechazó firmar sus concesionarios). Desde luego, diseñar un concesionario no es el sueño de mi vida.

¿Su arquitectura es el resultado de su forma de vida o, al revés, su forma de vida se refleja en su arquitectura? No es cómo yo vivo. Ni siquiera cómo trabajo. Es cómo soy. Yo vivo y trabajo como soy. ¿Por qué soy así? Eso ya no lo sé. Alguien, Dios, me hizo así. Y cómo trabajo y cómo vivo es lo mismo.

No lejos de su pueblo, en Sumvitg, Zumthor construyó uno de sus primeros proyectos. Corría el año 1986 cuando una avalancha de nieve derrumbó la capilla barroca de Sogn Bednedetg (San Benedicto). «Fue culpa de la rampa del parking. Por allí la nieve formó una avalancha contra la capilla». Decidieron reconstruirla en otro sitio, camino de los Alpes y protegida de avalanchas por los árboles del bosque. El Ayuntamiento firmó con la etiqueta «sin convicción» el permiso de obra. Pero el cura quería algo contemporáneo para futuras generaciones. La imagen firme y discreta, puritana y táctil de la nueva capilla dio la vuelta al mundo. Y los arquitectos comenzaron a prestar atención al suizo. Pero fue una década después, y no muy lejos, donde Zumthor cuajó su obra cumbre, las termas de Vals.

Annalisa Zumthor-Cuorad, la mujer del arquitecto, es profesora de niños con dificultades para aprender. Juntos han criado tres hijos. Uno es matemático; otro, veterinario, y la tercera, psicóloga. Ninguno ha querido ser arquitecto. «Mucha entrega, mucho disfrute, pero bastante sufrimiento», explica Zumthor.

¿Mala vida? A veces cuesta llegar a fin de mes. En el estudio somos 15. Y eso requiere ciertos ingresos. A veces hemos vivido con el agua al cuello. Entiéndalo, no ha sido dramático, pero desde luego no ha sido una vida de despilfarro.

Sus hijos viven en Haldenstein y Vals. Ninguno quiso emigrar a una gran ciudad. ¿Para qué? Esto es Suiza. Nos gusta vivir en pueblecitos de las montañas. Cuando llegas a uno, si llamas a una puerta, te abre un granjero o una criatura terrorífica, nunca se sabe. [Suelta una carcajada]. Es broma, Suiza es montaña. Nadie piensa que una vida en un pueblo sea rural. Yo mismo estoy a una hora de Zúrich. Seguramente lo mismo que tarda usted en llegar a Barajas.

Pues sí. ¿Qué es lo mejor de vivir en un pueblo pequeño? Tienes tiempo. Me gusta la naturaleza, el paisaje. No se lleve la idea de que vivo aislado. Hay una ciudad de 35.000 habitantes a cinco minutos, Chur.

¿Tiene amigos dentro del mundo arquitectónico? Sí.

¿Estrellas mediáticas? Bueno… Steven Holl o Jean Nouvel, que me llama mucho. Me dice que soy el mejor.

¿Y usted qué le contesta? Creo que él ha hecho muchos edificios excepcionales.

Es curioso que lo admire cuando sus valores son muy distintos. Él tiene siempre grandes ideas. No le interesa lo pequeño. De todos modos, la semana pasada, cuando cené con él, le pregunté que por qué construía tanto. Me gustaban más sus proyectos de antes.

¿Qué le contestó? ¡Que tenía hambre! [Risas]. Dice que se ha dejado la vida haciendo concursos que muchas veces no ha ganado. Ahora que puede, lo quiere hacer todo. Es humano.

Mientras diseñaba las famosas termas, Zumthor participó en el concurso para levantar el Kunsthaus de Bregenz, un pueblo austriaco a una hora de su casa. «Querían algo funcional y discreto. Yo me propuse hacer un edificio inundado de luz, pero sin ventanas. Tratamos de cortar la fachada para dejar entrar luz. Pero no funcionó. Empleamos cristal lavado al ácido, que reparte la luz antes de que entre en el edificio. Allí no importa de dónde llegue la luz: siempre entra de forma horizontal. Dentro, unos huecos entre las plantas atrapan y distribuyen esa luz. Por eso parece que el museo levite».

Matérico, pero con una curiosidad que le lleva a experimentar con todo tipo de materiales, arcaicos y nuevos, Zumthor pertenece al grupo de los arquitectos solitarios: no vive preocupado por la escala ni por la cantidad de sus proyectos, y hace su trabajo al margen de las modas. «Hace años que recibo cartas de gente. Parece que mis edificios les hablan. No sé qué aportarán mis proyectos a la arquitectura, pero sé qué aportan a la gente».

Su idea de un edificio es que sea a la vez capaz de hablar de un lugar y del mundo entero. ¿Cómo es posible? No lo sé, pero la mejor arquitectura siempre lo hace. Casi cualquier ciudadano del mundo tiene hoy una idea del mundo. Vivimos en conexión, perpetuamente informados. Nuestro mundo debe reflejar ese conocimiento. Si un edificio mío parece arcaico y a la vez muy contemporáneo, creo que lo he logrado. Lo que hago me gusta hacerlo con pasión y entrega. Si algo no me anima a levantarme pronto por la mañana, ¿para qué hacerlo?

Cuando Zumthor despegó, hace unos cinco años, comenzó a construir apartamentos en Finlandia, un museo y un memorial en Noruega y un bastión en Leiden (Holanda). Llegó incluso a dibujar la bodega Pingus en Valbuena de Duero: una dentellada al paisaje para aprovechar la pendiente y trabajar la extracción por gravedad y no por bombeo. Pero nunca se construyó: «Creo que el dueño me hizo el encargo entusiasmado cuando creyó que era un viticultor genial y le vino grande. Soñaba y luego regresó a la tierra. No creo que se haga. No he vuelto a saber nada de él. Pero me pagó el trabajo. Demasiado dinero para algo que quedó en nada». Para entonces, a Zumthor le llegaban encargos de varios países. Pero fue en Alemania donde lo reclamaron con insistencia. Le llamaron de Berlín para hacer una galería de arte. Y para levantar su proyecto más ideológico: la topografía del terror, en el antiguo cuartel de la Gestapo. Todo era transparente para recordar los crímenes. Pero fue abandonado. Lo que llegó a construir fue demolido. En Alemania, no obstante, han cuajado recientemente dos de sus grandes obras. La capilla del Hermano Klaus en Mechernich, cerca de la frontera holandesa, fue el encargo del granjero Hermann-Josef Scheiddweiler y de su mujer, Trudel. Ellos mismos la construyeron. Con la ayuda de amigos y vecinos, reunieron 112 troncos muy altos y los apoyaron uno contra otro, formando una tienda de campaña. Durante 24 días pusieron capas de hormigón de medio metro. Luego encendieron un fuego que secó los troncos. Y los retiraron. La cueva resultante tiene un aspecto ciertamente sagrado. No lejos, en el centro de Colonia, el Museo de Arte Kolumba comparte esa cualidad. Se levantó sobre las ruinas de una antigua iglesia gótica derruida por un bombardeo en la Segunda Guerra Mundial. Y hoy costaría ponerle fecha al nuevo edificio.

Que un ‘outsider’ al margen de las modas como usted obtenga el Pritzker, ¿indica que algo está cambiando en la arquitectura? No sé si algo está cambiando. La arquitectura actual tiene demasiada teoría y demasiado espectáculo. A mí me apasiona la arquitectura y me basta con las atmósferas, los vacíos, la experiencia física y táctil de un edificio para no tener que meter nada más. Metiendo tantas cosas estamos perdiéndola… Si perdemos la belleza de la arquitectura, nos quedaremos sólo con imágenes. Y una imagen no es un edificio.



«Los arquitectos buscamos dioses para adorarlos»
abril 21, 2009, 12:20 am
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ANATXU ZABALBEASCOA 20/04/2009

Aunque vuela a España casi cada mes, hace más de 20 años que Beatriz Colomina (Madrid, 1952) vive en Nueva York. Catedrática en Princeton, es una de las grandes historiadoras de la arquitectura. Comemos en el Caixaforum de Herzog&de Meuron. Pide consomé y merluza. La charla enfría la comida. «No bebo mucho, pero si las mujeres salen bebiendo agua, pidamos una copa», invita.

Colomina eligió indagar en la arquitectura, en lugar de construir, para diferenciarse de su padre arquitecto. Y en el Instituto de Humanidades de Nueva York, que dirigía Richard Sennett, descubrió un mundo más amplio. «Vi que la arquitectura moderna era como un manual antituberculosis: el aire libre, el sol, las terrazas, la ventilación, la limpieza. La habíamos estudiado desde todos los puntos de vista salvo el más obvio: el clínico». Tenía 28 años. Algunos arquitectos la disuadieron. Pero hoy, 28 años después, trabaja en el libro La arquitectura de Rayos X.

Trabajar con filósofos y sociólogos, sostiene, le amplió la mirada. «Susan Sontag publicaba libros densos, pero claros. Aquí se escribe para uno mismo. Los arquitectos son insoportables escribiendo», dice.

Su pionera tesis abordó la relación entre los medios de comunicación y la arquitectura moderna. «Adolf Loos ya criticaba a quienes diseñaban para salir en las revistas en la Viena finisecular». En la Fundación Le Corbusier descubrió cajas con catálogos de grandes almacenes junto a cartas de Gropius. «No contestaba a otros arquitectos, pero no paraba de pedir catálogos». Así se dio cuenta de que el arquitecto más famoso del siglo XX utilizaba técnicas publicitarias. Ponía un Voisin delante de sus casas antes de fotografiarlas. «Asociar el lujo de un coche deportivo con sus casas fue un gran golpe. Fue el primero que entendió los medios y quien así llevó la arquitectura al siglo XX».

Colomina apura las croquetas y pasa al café. Los arquitectos, sugiere, buscan maestros sin fisuras. «Queremos dioses para adorarlos». Ella reivindica a profesionales invisibles: las grandes arquitectas. La casa E1027 de Eileen Gray en el sur de Francia se convirtió en su obsesión. «Históricamente no se reconoció la autoría de Gray y sí la de Le Corbusier. Llegó a atribuirse a Badovici, el cliente. Todo antes de contar la verdad». Lo que sucedió en literatura, mujeres que escribían los textos de sus maridos, ocurrió también entre las arquitectas. «El escocés Charles R. Mackintosh se pasó la vida asegurando que el genio era su mujer, Margaret McDonald. Pero nadie lo creyó». «Los medios quieren ver una figura única y preferentemente masculina. No pasa sólo con las mujeres. Sucede también con los equipos. Carme Pinós fue fundamental en la arquitectura de Enric Miralles. Hay un cambio cuando se separan. Luego Benedetta Tagliabue, su segunda mujer-socia, introdujo el color. Se preocupó del usuario. Todo eso no se reconoce». ¿Las parejas de arquitectos se anulan? «No sucede lo mismo con las parejas de hombres». Y explica su teoría: «La arquitectura está basada en la idea del genio único cuando, en realidad, es colaboración, como el cine: todos deberían salir en los créditos».



Arquitectura de buena cepa
abril 19, 2009, 2:25 pm
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ANATXU ZABALBEASCOA 19/04/2009

España es una potencia global en la nueva imagen del vino. Muchas bodegas han dejado de ser edificios agrícolas para convertirse en hitos arquitectónicos. Continente y contenido se alían para vender.

La verdad del vino sigue entrando por la boca. Pero se está convirtiendo en norma que las bodegas deslumbren la mirada. Hoy, el aspecto de éstas busca resultar tan revelador como la denominación de origen de sus vinos. La fiebre de las bodegas de vanguardia comenzó en España a principios de los noventa. Casi veinte años después, cuando la arquitectura se cuestiona la herencia del star system, los viticultores tienen opinión propia. Los vinos son otros, las bodegas se han convertido en reclamos turísticos y los empresarios manejan cifras que respaldan sus ambiciones monumentales.

Como la gastronomía, el vino ofrece una cultura que entra sin esfuerzo. Por eso varias marcas supieron ver que, en la globalización del vino, la arquitectura de impacto podía convertirse en una potente herramienta publicitaria. Los nuevos reclamos funcionarían tanto para popularizar los caldos como para fortalecer el ecoturismo, que entonces no tenía nombre, pero hoy mueve peregrinaciones. Tal ha sido el éxito de esa combinación entre cata de vino y descubrimiento turístico que el fenómeno ha hecho saltar la alerta entre la aristocracia del vino. Incluso los antiguos châteaux bordeleses han bajado la vista para contemplar lo que está sucediendo en el norte de España.

Cuando en 1997 Frank Gehry concluyó su Museo Guggenheim en Bilbao, declaró: «Nunca antes me había sentido tan libre». Tenía 68 años. Y se hizo tan famoso que fue incluso personaje de Los Simpsons. El Guggenheim, y su efecto en el renacimiento de Bilbao, parecía irrepetible. Pero alguien pensó que aquella revolución podía trasladarse al mundo del vino.

Cuando el titanio del museo bilbaíno estaba en boca de todos, en las bodegas Marqués de Riscal trataban de cuajar una estrategia para su expansión. Y alguien tuvo la gran idea: invertirían en un Gehry. Asociarían la alegría creativa del canadiense a su bodega de Elciego (Álava). Se trataba de construir el anuncio y de esperar el eco de la prensa mundial. «Hemos conseguido que nuestra bodega aparezca en medios de tanto prestigio como CNN, The Financial Times, Wine Spectator… Es ahí donde se está viendo rentabilizada la inversión. El coste de la inversión publicitaria que tendríamos que haber hecho en todo el mundo para aparecer en medios con reportajes de alta calidad nos habría costado más». Ramón Román, responsable de comunicación, lo ve claro hoy. Pero a finales de los noventa el asunto no fue tan sencillo.

Para empezar, Gehry no era un experto en vinos. Entre el paisaje de cepas y la oscuridad de la bodega centenaria, la clave la dio una botella. Era del año 1929 (el del nacimiento del arquitecto), y Alejandro Aznar, el presidente de la compañía, la degolló para celebrar su visita. Estaba espléndido y Gehry debió de sentir esa parte sagrada del vino: firmó el contrato. Poco después, embotellaron un reserva que ha encabezado la lista de los 75 mejores vinos españoles de la Guía Repsol 2009: el Marqués de Riscal Frank Gehry Selection 2001. La idea alocada resultó ser una intuición cabal: el hotel de Gehry, que costó sesenta millones de euros, es hoy una ciudad del vino, con spa de vinoterapia y restaurante de lujo. Tras su inauguración en 2006, las exportaciones a Estados Unidos aumentaron un 20%. Y las visitas se dispararon hasta superar los 60.000 visitantes.

Aquel sorbo de 1929 forma parte de la leyenda que relaciona hoy arquitectura de vanguardia y vino. Se cuenta tanto como la no-visita de la diva de la arquitectura, Zaha Hadid, a las bodegas López de Heredia en Haro, donde firmó un espectacular pabellón. Sin embargo, a María José López de Heredia le cuesta poco disolver el mito de una arquitecta que no hace visitas de obra: la iraquí no acudió porque se le pidió un edificio itinerante, «un techo para el antiguo pabellón de vinos construido en 1910 para la Exposición Universal de Bruselas». Así, la directora de una de las pocas bodegas con taller de tonelería propio disfruta de su Hadid, que llaman la Boutique, «como quien disfruta de un Picasso».

A finales de los noventa, con Gehry y Hadid haciendo su revolución arquitectónica en la élite del vino español, la combinación entre tradición y vanguardia cuajaba. Pero la bodega pionera de este nuevo marketing era un folio en blanco. De padres andaluces con siglos de experiencia en el lanzamiento de vinos y coñás, las bodegas Ysios en Laguardia (Rioja alavesa) llamaron a Santiago Calatrava para darse a conocer. Cuando la bodega se inauguró en 2001 se convirtió en una de las más visitadas. Ocho años después, la nave ondulante de Calatrava sigue siendo espectacular. Su cubierta de aluminio contrasta con la imagen, discreta y sólida por fuera y oscura y mohosa por dentro, que uno tiene de una bodega. Existe un acuerdo generalizado en que fue ella la que impulsó en La Rioja la fiebre por relacionar vino antiguo y arquitectura de futuro. Sin embargo, la idea no era nueva. Sus dueños, los Domecq, habían levantado en 1974 una monumental bodega en Jerez que fue conocida como La Mezquita por los arcos de herradura de la estructura ideada por Javier Soto López-Doriga. Entonces celebraban los cien años de su coñá insignia: Fundador. Un cuarto de siglo después, los Domecq miraban al norte en busca de nuevas cepas.

La relación entre arquitectura de vanguardia y vino no es nueva. Algunos arquitectos modernistas, como César Martinell (1888-1973), llegaron a firmar hasta 40 bodegas en el marco reducido de tres denominaciones de origen. En Terra Alta (Tarragona), la bodega del sindicato agrícola Pinell de Brai permanece inalterada setenta años después de su conclusión. Y todavía se visita. Martinell fue un discípulo de Antoni Gaudí, que a su vez firmó en Garraf, cerca de Barcelona, unas bodegas para su patrono Eusebi Güell en 1897. Por esas mismas fechas, Josep Puig i Cadafalch dibujaba el celler de los cavas Codorníu, en Sant Sadurní d’Anoia. Dos décadas, de 1895 a 1915, le costó construirlo. Pero desde 1976 la bodega es intocable: fue declarada monumento histórico-artístico.

A los cellers catalanes de principios de siglo y las monumentales bodegas andaluzas se suman ejemplos riojanos que, influidos por el hacer de Burdeos, miraban con buenos ojos a cuanto se hacía en Francia. Así, y para las bodegas Viña Real, Gustav Eiffel firmó entre 1890 y 1909 una nave innovadora. Recientemente, CVNE encargó a otro francés, Philippe Mazières, la renovación de su bodega Viña Real. Éste respondió con una monumental tina de madera, hormigón y acero: un homenaje a la barrica donde deben descansar los grandes vinos.

Hoy, tanto las bodegas con solera como las nuevas recurren a la vanguardia internacional de la misma manera que lo hicieron en California en 1987. Allí, el viticultor Clos Pagase organizó un concurso para elegir al arquitecto de sus bodegas. Michael Graves se hizo con el premio. La posmodernidad era el estilo del momento y su bodega dio la vuelta al mundo. Pero la que convenció a los arquitectos no fue la de Graves, sino la que levantaron una pareja de discretos suizos en 1990 cerca de Basilea, donde todavía viven. La bodega Dominus disparó la reputación de la arquitectura de Herzog & De Meuron tanto como centró la atención en el valle del Napa. Su cúmulo de piedras de basalto encerradas en malla dio la vuelta el mundo. Ellos, con sus futuros proyectos (la nueva Tate en Londres, el edificio de Prada en Tokio o Caixafórum en Madrid), la darían después.

Dominus desató el flechazo entre arquitectura y vino. Los nuevos edificios añadían una denominación de origen arquitectónico: la identificación entre un vino y la fama de un diseñador. Así, un edificio espectacular, enigmático o austero es un manifiesto de intenciones. Indica si un vino propone fiesta o si prefiere madurar en silencio. En esa línea, la bodega Protos, en la Ribera del Duero, optó por encargar a Richard Rogers un mensaje menos llamativo. Ha supuesto un desembolso de 36 millones de euros invertidos más en espacio y tecnología que en imagen. Una tecnología punta que servirá para elaborar vino paradójicamente «de cepas viejas con uva seleccionada a mano», declara su director general, Antonio Objeta, que confía en que las nuevas instalaciones permitan aumentar un 35% la cifra de facturación. El nuevo edificio inaugurará esta primavera otra era en la historia de Protos: su entrada en el ecoturismo.

Hoy, arquitectos tan insignes como Rafael Moneo han dado el salto y juegan también al otro lado de la barrica. Tras diseñar unas bodegas para Julián Chivite en La Horra (Ribera del Duero), Moneo centró sus desvelos en la finca La Mejorada, cerca de Olmedo, donde en 2004 pudieron almacenar sus primeros vinos. «Tenemos mejores vinos que nuestros mayores y no sé si tenemos mejores edificios», considera Moneo. Algo parecido, «valorar la cepa por encima de la bodega», es el mensaje de María José López de Heredia, cuarta generación al mando de las bodegas que llevan su apellido.

Desde el lado de la restauración, Josep Roca, el enólogo de los hermanos Roca de Girona, entiende la euforia constructiva. Pero al final «el arte y la belleza tienen que venir de la viña». Por eso no cree que la arquitectura de las bodegas lleve a sobrevalorar el vino. «Unas bodegas discretas pueden producir un vino excelente. El ejemplo está en la Borgoña», dice. También, desde San Pol de Mar, Carme Ruscalleda afirma que «la arquitectura impresionante hace que unas bodegas den la vuelta al mundo», pero insiste en que, como en la gastronomía, es «la calidad del producto lo que mantiene la marca de una casa».



El Pritzker premia la autenticidad
abril 14, 2009, 3:48 am
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El suizo Peter Zumthor se lleva el ‘Nobel’ de la arquitectura por su trabajo artesano

ANATXU ZABALBEASCOA – Madrid – 13/04/2009

El Pritzker ha vuelto a premiar a un solitario. El jurado lo ha descrito como un «creador de lugares más que de simples edificios», pero Peter Zumthor (Basilea, 1943) fue ebanista antes que arquitecto. Y esa huella está presente en todos sus edificios. Incluso en los que no son de madera. Hijo de carpintero, estudió diseño en el Pratt Institute de Nueva York antes de convertirse en arquitecto. Allí quedó fascinado por el movimiento moderno. Y decidió reparar sus errores: incorporarle calidad. Y calidez.

Con ese equipaje, desde un puesto de encargado de preservar los monumentos históricos, y con la voluntad de cuajar una relectura de los métodos constructivos y los materiales tradicionales, con 46 años Zumthor firmó la Capilla de San Benedicto en el valle del Rhin. Corría 1989 y la imagen en blanco y negro de ese diminuto edificio le valió al ermitaño fama mundial. Aparecía un arquitecto más artesano que intelectual. Continuó trabajando sin apenas salir de su pueblo, Haldenstein, donde ha criado a sus tres hijos. Y siete años después volvió a mover ficha. Para entonces el carpintero suizo -él mismo declaró a EL PAÍS: «Sólo soy un carpintero que dice la verdad»- construyó con piedra.

Las Termas de Vals (1996), en su país, es su edificio más admirado. La ansiada unión entre abstracción moderna y cualidad artesanal logra en estos baños un exterior preciso, en el que la piedra está cortada como los ladrillos de las termas romanas, y un interior litúrgico con chorros de luz natural. De nuevo el reconocimiento unánime de críticos y profesionales (Zumthor es un solitario, pero no tiene detractores) aplaudió otra vez el gesto del suizo.

Con todo, él guardaba otro as en la manga: no lejos de los Alpes, en Bregenz (Austria), estaba levantando el Museo de Arte de la ciudad: un prisma envuelto en muro cortina, traslúcido y fragmentado, que parece suspender el edificio en la esquina de una ciudad medieval. Evidentemente, se trata de uno de esos centros que atraen más visitantes por el contenedor que por el contenido, sólo que discreto, perfecto y mudo, nadie podría adivinarlo. Allí nadie grita.

Tal vez por eso, la arquitectura de Zumthor representa para la mayoría de sus colegas la autenticidad. Y sin embargo, cada uno de sus escasos proyectos tiene una altísima, y pulidísima, carga formal. Sus esmerados edificios, cuidados al milímetro, pensados a partir del material e ideados para no molestar en absoluto y, sin embargo, para sorprender también de muchas maneras, son, sin duda, espectaculares. Pero es obvio que se trata de otro tipo de espectáculo, tal vez para adultos.

«No hay ideas más que en las cosas». A Zumthor le gusta citar el aforismo del poeta médico William Carlos Williams. Reconocer que el material es una clave arquitectónica, por encima de valores más consensuados como la luz, se suele tachar de retrógrado. Pero Zumthor insiste, como los antiguos escultores, en que en el material está encerrada la forma. Y demuestra cuán subversivo puede llegar a ser analizar la tradición y tratar de mejorar esa herencia. Aunque asegura no hacer edificios para los ojos, sus proyectos invitan a la vista tanto como al tacto. Y en esa extraña lectura táctil es la piedra, la madera o el hormigón quien habla. En 2007 construyó una cabaña primitiva con más de cien troncos gigantes. Sobre esa tienda vertió hormigón. Cuando fraguó, quemó los troncos. El cemento de la capilla del hermano Klaus en Mechernich (Alemania) logró una calidez inesperada. También en 2007 recuperó las ruinas de una iglesia gótica, destrozada por un bombardeo en la Segunda Guerra Mundial, para levantar en Colonia el Museo Kolumba, un inmueble sin edad, pero con una densa historia.

Premiar a Zumthor es inyectar credibilidad a un galardón, el mejor dotado y el principal premio que puede recibir un arquitecto, que en los últimos años parecía estar más pendiente de asociarse con la tendencia del momento (Thom Mayne) o de no herir a olvidados (Richard Rogers), que de reconocer a quienes lo merecen. Premio doble para el Pritzker y para el carpintero suizo, aunque, de justicia es reconocerlo, el Premio Imperiale japonés supo verlo antes. Zumthor lo obtuvo en 2008 tras lograr el Mies van der Rohe en 1998 cuando, como hoy, apenas había levantado un puñado de edificios. No relaciona el triunfo con el número de proyectos: «Quiero ser el autor de todos mis edificios», ha declarado. En los momentos de mayor ajetreo, veinte personas le ayudan en su estudio.



«Los autobuses urbanos logran abolir las castas»
marzo 18, 2009, 4:20 am
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ENTREVISTA: Diseño CHARLES CORREA Arquitecto

ANATXU ZABALBEASCOA – Madrid – 14/03/2009

«Para los japoneses, el Monte Fuji es sagrado; para los suizos, el Montblanc es sólo una montaña muy alta. Esa diferencia tiene una importancia decisiva en su forma de vivir». El arquitecto indio Charles Correa (Hyderabad, 1930) ha estado en Madrid para presentar su libro Un lugar a la sombra (Fundación Caja de Arquitectos). En él analiza la importancia de lo sagrado en la arquitectura. «Lo sagrado es profundizar en algo. Pararse a pensar. Antes los arquitectos conocían cada centímetro de sus obras. Hoy hemos reducido la arquitectura a subir a un avión y hacer un croquis. Construir se convierte en algo compulsivo si uno no analiza por qué dibuja cada línea». Él mismo ha trabajado en EE UU y Portugal. «No quisiera parecer nostálgico. Creo que la arquitectura gana si Foster construye 90 edificios en una década. Porque el 90% de los arquitectos construye peor que él. Pero me pregunto qué gana Foster. Con la concentración de decisiones arquitectónicas en pocas manos, la sociedad pierde posibilidades de encontrar soluciones distintas».

Correa tiene casi todos los premios: del Imperiale a la Medalla de Oro del RIBA, pasando por el Aga Khan. Construyó el Memorial de Mahatma Gandhi en Ahmadabad, la Asamblea del Estado de Madhya Prades y, en los setenta, una ciudad para dos millones de personas en el puerto de Bombay, Navi Mumbai. A pesar de eso, sigue interesado en lo más básico de la arquitectura: la vivienda. «¿Ha visto Slumdog millionaire? Si viviera en Bombay, con 10 millones de personas malviviendo, entendería que me ocupe de la vivienda. La ciudad, que tiene grandes ventajas, no ofrece una pobreza digna. En el campo, uno, por pobre que sea, no se deshumaniza. En la ciudad, sí», apunta.

¿Cómo manejar 10 millones de personas, el 60% de la población de Bombay, viviendo en condiciones infrahumanas? «Forzando varios centros. Si la gente sigue llegando a partes distintas de una misma ciudad descentralizada, la ciudad funcionará como una suma de ciudades. India tiene muchas grandes ciudades y las ciudades, varios centros. Eso las convierte en lugares para la esperanza». ¿Qué esperanza? «La ciudad es el lugar donde todos hemos ido para encontrar otra vida. En las ciudades indias la gente viaja en autobuses que imitan los de Londres. En ellos coinciden la persona que lava los pies y el prestamista. Provienen de estratos sociales distintos. En un pueblo jamás llegarían a hablar. Pero en el autobús urbano se tienen que sentar uno al lado del otro. Gandhi intentó abolir el sistema de castas y el autobús urbano, sin objetivo político, lo ha conseguido».

Tras estudiar en Estados Unidos Correa regresó a su país. Rahid Gandhi lo nombró presidente de la Comisión Nacional de Urbanización: «No sentí que hiciera un sacrificio. Al contrario, encontré razones para mi profesión. Como arquitecto puede que no soluciones el problema de 10 millones de personas. Pero buscando la solución creces. ¿Cuánto puede uno crecer haciendo un edificio de oficinas de 40 plantas?».

Correa sorprende con los matices. Frente a la urgencia de sus trabajos, defiende también lo superfluo. «Es una manera de celebrar la vida. Juzgar la moda como un asunto moral es un error». Pero al anhelo humano por la sorpresa contrapone saber dónde colocarla: «Si le preparo un curry no le gustará llevarse a la boca una cuchilla de afeitar. Muchas de las sorpresas actuales consisten en hacer edificios que parece que se caen. ¿Cómo levantar un edificio deconstruido en Beirut, donde sufren bombardeos continuos? Sería obsceno», añade. Cree que los arquitectos se están metiendo en lugares que «no nos pertenecen»: «El día que veamos a un ingeniero diseñando un puente por el que la gente parece caerse ¿qué pensaremos? Que la profesión está enferma. La locura puede funcionar en literatura, pero los ingenieros, arquitectos y médicos debemos actuar».