Noticias de Arquitectura


El parque vertical
septiembre 21, 2008, 4:38 am
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Iñaki Ábalos 20/09/2008

Lo que entendemos por parque nace en el momento en el que alguien traza un camino sinusoidal atravesando un fragmento virgen de naturaleza y descubre lo atractivo que es conseguir que nunca coincidan las direcciones del ojo y los pies, que los caminos rodeen el objeto de la visión y construyan una escenografía de la mirada y un ballet con la motricidad del cuerpo. Éste es el principio elemental, bidimensional, de un interés por la «experiencia» que se inaugura entonces como tema de orden estético, como una nueva forma de belleza que cien años después la modernidad reelaboró introduciendo esos caminos en los edificios -Le Corbusier los llamó acertadamente promenades architecturales y con ellos atravesaba sus proyectos que se convertían así en naturalezas muertas cinemáticas, encontrando un duplicado del jardín pintoresco en el interior de sus arquitecturas (las ventanas-paisaje unían y separaban ambos, al exterior los jardines enmarcados, al interior las naturalezas muertas cubistas, haz y envés de una concepción que ampliaba a tres dimensiones el ballet y la escenografía sinusoidal)-.

Hoy, las formas sinuosas más complejas han entrado a formar parte de la arquitectura y el paisajismo incorporando nuevas referencias plásticas, nuevas técnicas y materiales, nuevos paradigmas científicos y nuevas «dimensiones», pasando éstas a cuatro con la incorporación del tiempo como instrumento de proyectación. Aún está por escribir la historia de esta línea elemental pero también está aún por imaginar lo que semejante expansión de sus posibilidades espacio-temporales puede dar de sí en el futuro próximo. Algo conoceremos si miramos al lugar en el que surgen las ideas, esas incubadoras que son las Escuelas de Arquitectura. La línea sinusoidal inaugurada por los primeros autores pintorescos recibe en ellas, de forma inconsciente, una atención y una evolución vertiginosas. Vayamos donde vayamos, sea cual sea el país o el profesor, la escuela o la tendencia dominante, los futuros arquitectos ensayan y repiten casi al unísono un mismo gesto aún frustrado, casi nunca exitoso, pero con esa obstinación que sólo da el estar abducido por una idea que «hay» que hacer, y que va consolidándose así como necesaria. Y lo que se modela con esta reiteración es algo que difícilmente puede catalogarse en los compartimentos de la «arquitectura» o del «paisaje», porque busca obstinadamente fundir ambos, enroscarse formando hélices o nidos o tornados, construir una entidad híbrida, de nuevo cuño, vertical, que sólo la inercia nos permite llamarla momentáneamente aún construcción vertical o «rascacielos». Esta «entidad» vertical es una amalgama, un material a la vez natural y artificial, que busca tecnificar su hilazón sinusoidal para construir una experiencia análoga a la que nuestros maestros modernos llamaban parque, espacio público, ágora. Al enroscarse genera una naturaleza diferente, cuya manipulación permite construir programas híbridos de ocio y productivos, a la vez ecosistemas, parques naturales, parques temáticos, laberintos, granjas agrícolas y ganaderas, parques energéticos; «entidades» autosuficientes y abiertas, que utilizan el viento, el agua, la luz o la tierra como material de construcción activo, capaz de generar recursos públicos y económicos.

Esta amalgama vertical es en definitiva un nuevo parque ajustado a una nueva percepción y a una nueva noción de ocio, una entidad que permitirá establecer nuevos diálogos entre los humanos y los no humanos, levantar un nuevo «parlamento de las cosas», para utilizar la expresión de Bruno Latour. No es difícil vaticinar que veremos esta idea construida en pocos años, como resultado actualizado de un artificio proyectual con más de 200 años. El último parque será vertical, se construirá en todas las grandes metrópolis y dará nueva vida al paisajismo como disciplina del espacio público y el medioambiente.



Fernando Higueras, infinito
agosto 3, 2008, 6:38 pm
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IÑAKI ÁBALOS 05/07/2008

Mal entendido por algunos, admirado sin restricciones por otros, fue un arquitecto con personalidad y talento. Su muerte en enero ha provocado una revitalización de su legado. Ahora una exposición confronta sus mejores proyectos

A Higueras -con quien tuve la suerte de trabajar cuando era estudiante- le gustaba recordar una anécdota de los primeros años de estudiante, cuando el examen de ingreso retrasaba las biografías profesionales varios lustros. Saliendo del examen de cálculo, consistente en resolver un solo y difícil problema, Fernando le pregunta a su amigo Luis Peña Ganchegui: ¿a ti cuánto te ha dado? Peña le responde: «A mí, cero». «Pues a mí, infinito», le dice Fernando. Luis se queda pensativo y tras unos segundos le dice con acento de casero del Goierri: «¿Tanto, eh?». Infinito era lo que le daba todo en la vida a Fernando Higueras, generoso autor de obras infinitas que salió al mundo profesional el año 1959 con el que considero el proyecto más brillante de la arquitectura española moderna, la Residencia de Artistas en el Monte de El Pardo, consiguiendo con él y de forma fulminante el accésit del Premio Nacional de Arquitectura (sin haber construido antes nada). Un proyecto más vivo hoy que entonces, fechado en 1959, con una geometría y una concepción espacial más probable en 2000 y de la mano de algún cybergurú americano que de un bisoño autor madrileño en el castizo y franquista Madrid de los sesenta. Sólo por este proyecto Higueras habría quedado en la memoria de los arquitectos por mucho tiempo.

Pero no se quedó ahí: al año siguiente, colaborando nada menos que con Rafael Moneo, entonces también bisoño, ganó el Premio Nacional de Arquitectura con el germen de lo que luego sería el Centro de Restauraciones en la Ciudad Universitaria de Madrid, primer ensayo de uno de sus leitmotivs, el edificio circular (ahora que la Ciudad de la Justicia va a inaugurar 18 edificios circulares en Madrid, más de uno redescubrirá la maestría de aquella obra…). La figura circular con patio central le condujo a familiarizarse pronto con el hormigón, material más manejable que el acero para estas geometrías. Descubriría no sólo su plasticidad sino que -frente a la tendencia dominante del momento, que ensalzaba las cualidades estructurales del hormigón (Nervi, Torroja)- la unión de circunferencias y hormigón despertó en Fernando Higueras un interés entonces inédito por la historia, en especial por las construcciones estereotómicas de las canterías góticas y renacimentales, de cúpulas, tolos, girolas y demás ejemplos desarrollados en el Siglo de Oro por las «águilas» de la arquitectura española, y que él reinterpretó combinando triángulos y rectángulos, realizados los primeros in situ y los segundos con tableros pretensados con la ayuda de José Antonio Fernández Ordóñez, amigo e ingeniero de valía. Sus techos tenderían siempre a exhibir su condición tectónica con gran poder evocativo de las viguerías de las construcciones tradicionales, una síntesis de tecnología contemporánea y lecciones plásticas de la historia que emocionaba a Fernando y con la que firmó otros dos proyectos magníficos desgraciadamente frustrados, el pabellón para la Feria de Nueva York y el proyecto de Montecarlo.

De nuevo encontramos necesario buscar la fecha de su autoría (1963) al contemplar la maqueta del Pabellón de España para la Feria de Nueva York, con su superficie reglada remitiéndose a tantas arquitecturas topográficas como hemos visto en las dos últimas décadas pero generando aquí una estructura formal ambigua, escalinata, plaza, anfiteatro y plaza de toros a la vez, de bellísima factura, capaz de emocionar como pieza abstracta, casi escultórica, y como referencia cultural tradicional española, tal era su habilidad para hablar por así decirlo dos lenguas, la de la modernidad y la de la tradición, sin cambiar de palabras, con los mismos elementos constructivos y compositivos. Y luego vino la apoteosis, el lanzamiento internacional de Higueras con su proyecto para el concurso internacional más importante realizado en aquella década junto al Centro Pompidou de París, el concurso de Montecarlo, en el que luchó nada menos que con Archigram con un proyecto enormemente escultórico que se contraponía frontalmente al de los ingleses. Mientras el de Archigram proponía en aquel lugar pegado al mar una colina artificial cubierta para ofrecer un parque de césped inglés y crear en su interior (sin luz) un contenedor multifuncional hipertecnificado, Higueras construía en hormigón una gigante flor o volcán, una explosión mineral radiando -¡cómo no!- en torno a un centro mediante bandejas voladas que permitían entrar la luz y disfrutar de las vistas desde cualquier ángulo, exterior e interior, indiferenciadamente. Sin duda la construcción de aquel proyecto hubiera cambiado radicalmente la trayectoria profesional de su autor -Sidney lo hizo con Utzon y más recientemente Yokohama con FOA-, y quizás el éxito en este concurso hubiera dado un marco mejor a su tendencia monumental y formalista que el más provinciano en el que se movía la arquitectura española en los sesenta.

Pero no todo era grandioso o monumental en su obra. También supo dar sentido a su obra en contextos en los que la máxima simplicidad era necesaria. Fernando fue, como Peña y otros de su generación, un magnífico «viviendero», un fabricante de magníficas viviendas colectivas como en el centro de Madrid muestra su intervención en la glorieta de San Bernardo. Pero, sobre todo, consiguió el prodigio que es para un autor supuestamente excesivo y barroco que su obra construida más sencilla y barata sea la más admirada y reconocida internacionalmente, el gran ejemplo que supo construir entonces Madrid para erradicar el barraquismo: la UVA de Hortaleza (reconocible hoy como marco escenográfico donde discurren las escenas más «sociales» del Ulises televisivo). Un proyecto pensado por Fernando contra el espíritu de la época, que demandaba en la vivienda social prefabricación compacta y que él, intuyendo que la dignidad de los emigrantes recién llegados a la capital era el gran problema arquitectónico a resolver, planteó en ladrillo, con cubierta de tejas y maravillosas galerías al modo tradicional andaluz, que pronto se llenaron de macetas y enredaderas y crearon un entorno climático y social único y prodigioso. De nuevo la amalgama de naturaleza y artificio, de nuevo una relectura oportuna de la tradición tipológica y una toma de postura radical e intuitiva ante el problema planteado. Estos rasgos hicieron casi ineludible que César Manrique y Fernando se encontraran y formasen un interesante tándem.

César y Fernando no sólo eran amigos y colaboradores sino necesarios el uno al otro, una impredecible combinación de creadores puros, ambos con más proyección fuera que dentro de su país, sospechosos aquí, desde la ortodoxia izquierdista, de «comerciales» y, como se decía entonces, «horteras». Mientras, el resto del mundo -para su fortuna- los celebraba y entendía mucho mejor que nosotros la brillante y visionaria transformación de Lanzarote, aquel infierno al que Franco mandaba a los desafectos, en uno de los centros del mapa imaginario de la libertad, los incipientes valores medioambientales y la belleza hedonista de la época. En ese mapa, como una verdadera catedral, reinaba y reina aún hoy el hotel Las Salinas, un manifiesto desgraciadamente solitario de lo que podía haber sido la costa y el turismo españoles con un poquito más de amor hacia los lugares, la arquitectura y los turistas (seguramente la comparación con Puerta América, nuestro hotel más cool actual nos puede dar una idea de lo mal que han ido las cosas).

En Lanzarote también está ubicado el otro gran proyecto turístico de Higueras, un proyecto de una urbanización ingenuamente pre-ecologista que fusiona el patrón circular de otros anteriores suyos con el bellísimo paisaje de la «Geria», creado artificialmente en la isla -el conocido sistema de círculos excavados para proteger del viento los viñedos que producen la malvasía (el mismo problema al que se enfrentaba Fernando, el viento)-. La maqueta de esta topografía artificial circular y aterrazada restituyendo el acantilado de lava con la impronta de la Geria es, en mi opinión, junto al proyecto iniciático de la Residencia de Artistas, el momento de mayor inspiración en su obra, aún hoy, como el primero, con poder para desencadenar nuevos proyectos -como demuestra que siga siendo utilizado como referencia de forma recurrente por muy distintos arquitectos de múltiples países-.

Tuve la oportunidad de trabajar para él en la década de los setenta, en un mal momento en su vida. Le oía tocar la guitarra horas y horas encerrado en su despacho (fue, como es sabido, uno de los discípulos más amados de Andrés Segovia). Lala Márquez y yo, muy ignorante, ayudábamos a desarrollar los proyectos con desigual fortuna. Ella impecable con lo suyo, siempre elegante e inteligente; yo creyendo haber dado con la solución perfecta al hotel perfecto (era un hotel en Isla Margarita) hasta que por fin un día Fernando se dignó salir de su despacho de buen humor y con ganas, se sentó junto a mí y me dio la mayor lección de arquitectura que recuerdo, deshaciendo primero por completo mi trabajo ante mis atónitos ojos y recomponiéndolo a continuación -todo en no más de 20-25 minutos- hasta proyectar un hotel asombrosamente perfecto y complejísimo espacialmente, dibujando a mano bocetos elementales pero muy bellos de los que sólo tras varias semanas de restituir aquello pude comprobar anonadado su increíble precisión, un verdadero mago, cuya facilidad infinita quizás fuese a la postre su peor enemigo (esto no lo digo yo, lo dijo Alejandro de la Sota, otro de los grandes de entonces, y de siempre, en las antípodas de Fernando en todo, ambos de la madera de la que sólo están hechos los que tienen grandeza infinita).

Fernando Higueras: íntimo y externo. Fundación cultural COAM. Piamonte, 23, Madrid. Hasta el 26 de septiembre.



Los beneficios del redondel
agosto 3, 2008, 6:34 pm
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Iñaki Ábalos 28/06/2008

El artista reconoce en los trazos de sus dibujos una abstracción de la realidad filtrada por la propia subjetividad que dan determinados patrones a sus líneas, lo que algunos denominan un estilo. El estilo conlleva a menudo una intensidad, una entrega, pero también puede entenderse como una rutina más allá de la voluntad, que se desarrolla a través de patrones recurrentes que vienen a uno sin necesidad de copiar la realidad ni especial intensidad. El estado mental que propicia que los trazos se liberen tanto de la realidad física como de la intensidad de la proyección en ella conduce al garabato, dibujo distraído, automático en gran parte, que permite trasladar la atención a otro tema, como es una conversación telefónica (o dejarla en suspenso). Sin afán representativo alguno, a menudo se desarrolla como una iteración de bucles, la figura carente de accidentes que permite el mínimo esfuerzo de la mano, una rotación que se desplaza por el campo del papel (o el post-it, o la hoja del cuaderno, o el rincón en blanco del periódico) cubriéndolo, creando un continuum en el que generalmente se evitan tensiones, densificaciones, cúmulos, tratando la mano más bien de extender los beneficios del redondel al conjunto del campo disponible. Al igual que el redondel es simple y complejo al mismo tiempo, existe una conexión también sencilla y compleja entre el redondel como forma seminal y el campo construido por iteración. Muchos artistas han trabajado y trabajan sobre este tema atraídos por esta duplicidad de carácter. Desde Klee y Picasso a Pollock o Tàpies, el siglo XX ha visto surgir una verdadera eclosión de garabatos ascendidos a pintura, igual que en el terreno de la arquitectura el croquis pasó a ser mostrado públicamente como instrumento esencial del arquitecto (Le Corbusier, Aalto o Siza serían representativos). Pero casi siempre para el arquitecto el esbozo de sus ideas ha sido una forma más equivalente al apunte artístico, una primera representación de la realidad a construir, realizada a través de una cierta intensidad, que hasta hace poco llamábamos inspiración sin avergonzarnos (al último que oí hablar de la inspiración de las musas sin pestañear fue a Richard Rorty, el filósofo pragmatista, frente a una audiencia de arquitectos que se quedó atónita). La aparición de garabatos como tales, presentados y entendidos como figuras seminales de la arquitectura, o verdaderas arquitecturas, puede fecharse en la eclosión expresionista del Berlín de principios de siglo: Mendelsohn, Bruno Taut y otros arquitectos de la «hermandad expresionista» llevaron el gesto de la mano a unos niveles de elaboración arquitectónica nunca antes alcanzado. Se buscaba tanto la expresión personal como un balance casi orgánico entre complejidad y sencillez. El garabato tardío pero certero de Jørn Utzon en Sidney es seguramente el más conocido y de mayor repercusión del siglo XX. Una gran metrópoli lo es en gran medida gracias a un garabato feliz. Hoy el gesto del garabato o del apunte instantáneo, que daba toda su fuerza a quien se confiaba a él y le otorgaba por así decirlo el derecho al estilo, adquiere una nueva dimensión combinado con técnicas digitales, de la que Gehry ha sido el profeta anunciador. Sus intentos pueden entenderse como de transición entre dos mundos, el manual y el digital. Desde esta última perspectiva, un bucle ha pasado a ser el algoritmo de una «primitiva» simple que puede actualizarse formando sistemas complejos, con continuidades diferenciadas programables. ¿Es la mano el único órgano legitimado para construir garabatos? ¿Es el garabato impermeable a la tecnología digital? ¿Existe un garabato digital? –



Un manifiesto de cristal
noviembre 3, 2007, 4:08 pm
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Iñaki Ábalos 03/11/2007

El pequeño pabellón de Sejima y Nishizawa en Toledo (Estados Unidos) es un modelo de construcción atmosférica llamado a marcar la arquitectura del futuro.

Hace doce años, en una farragosa entrevista publicada por El Croquis, una entonces jovencísima Kazuyo Sejima decía: «Después de trabajar de forma continua durante tantos años, últimamente me he sentido motivada a volver atrás y repensar de nuevo por completo el concepto de arquitectura. Desarrollando una clara definición de la función, uno puede crear una arquitectura muy transparente. Sin embargo, la arquitectura va mas allá de esto, y puede también incorporar la no transparencia. Quiero utilizar esta idea para hacer algo diferente de lo que he hecho en el pasado». La enigmática afirmación de entonces parece cumplirse hoy de forma admirable en esa bellísima pieza, a la vez transparente y opaca, que es el pequeño pabellón construido en la ciudad estadounidense de Toledo (Ohio), dedicado a la exhibición de manufacturas del vidrio. Un pabellón constituido por la disposición de estancias vidriadas con aristas redondeadas formando una organización planimétrica que remite de inmediato al dibujo de un diagrama y que en la experiencia real del edificio se disuelve en su propia evanescencia formal y material, una evanescencia que pasa de la transparencia total a la opacidad impenetrable y alucinada como resultado de la multiplicación laberíntica de reflejos activados y desactivados simplemente con el paso de una nubecilla, con un soplo de aire -con la sorpresa de verse uno mismo involucrado reflejado o desapareciendo en posiciones inesperadas-. Este pabellón tiene la fuerza y consistencia de un verdadero manifiesto, es una pieza de la entidad que en su día tuvo el teatro científico flotante de Aldo Rossi navegando por Venecia o el hoy sacralizado pabellón de Barcelona de Mies van der Rohe; un pabellón más allá de los límites convencionales, al que se debe prestar toda la atención -no le acompaña la suerte de ubicarse como los anteriores en ciudades memorables: está a tres horas conduciendo desde Columbus (la ciudad más próxima con aeropuerto internacional y escuela de arquitectura)-. Pero la virtud de un pabellón es precisamente servir para experimentar y avanzar temas que con programas y escalas mayores quedarían constreñidos por la convención. En ese sentido su dimensión diminuta supone una enorme ventaja estratégica, le permite avanzar décadas sobre las construcciones que denominamos programáticamente: viviendas, museos, oficinas o naves industriales. Los pabellones siempre han tenido, además, un carácter festivo, celebrativo, que se corresponde bien con otra característica, su ligereza literal o metafórica, ser evanescentes en el tiempo, casi de quita y pon, construcciones mínimas en un parque o jardín, ligadas a motivos especiales, con algo de derroche y exceso. Y algo de innecesario también: esa gratuidad es lo que los emparenta con los manifiestos, puros gestos de la voluntad creativa.

En la obra de Kazuyo Sejima y Ryue Nishizawa (SANAA) este proyecto marca el cierre de un proceso de cambio ya patente en las obras de los últimos años, un proceso que ha ido pasando desde un método proyectual centrado en referir con el mínimo de mediaciones posibles lo funcional a lo compositivo y lo compositivo a lo constructivo -a ser posible ninguna de las mediaciones historicista-tipológica-, a una concentración en lo atmosférico, basada en el equilibrio entre simplicidad geométrico-material y complejidad experiencial, un sistema que ha ido descargándose paulatinamente de jerarquías funcionales y espaciales, de materialidad constructiva (los materiales siempre tienen adheridos demasiados significados) y de la geometría como instrumento de expresión (rectángulo, círculo y flor es el reducido abanico actual), para hacer de la luz -distribuida con intensidades equivalentes y la mayor ligereza, sin el peso de la luz sólida del Panteón, para entendernos- y de la dislocación programática -organizando los programas con lógicas de distribución y diseminación contrarias a las funcionales-, el eje de su técnica proyectual, forzando con ella un cuadro de atenciones espaciales, isótropo, equivalente en todas las direcciones.

Esta estrategia desmaterializada y difusa que denomino atmosférica -o, mejor, ambient para remitirla a los campos sonoros que Brian Eno inventó en el ámbito musical en Music for Airports, hace ya tres décadas- compone una de las nociones de belleza más abstractas y atractivas en el panorama estético actual, pero también puede interpretarse como una especie de neomaterialismo que trasladaría el peso desde lo tectónico tradicional a la manipulación del aire como material a activar, al espacio como material constructivo (otra palabra, el espacio, casi en desuso que pasaría a través de esta idea ambiental a ser de nuevo interesante, y con ella James Turrell, convertido en uno de los grandes profetas de esta visión, seguido, a cierta distancia, por Dan Graham…).

El diagrama adquiere un papel característico bien distinto del instrumental consustancial a su uso técnico moderno. Aquí se convierte en objeto estético, destino final, forma espacial reificada. Objeto de seducción y no de análisis, la capacidad del diagrama y de la visión estructuralista que soporta tal invención para analizar las relaciones entre cosas y/o ideas mediante su disposición en un espacio mental isótropo que desplaza el campo diacrónico de la experiencia y del discurso al sincrónico del diagrama, pasa a ser irrelevante, utilizada de forma puramente esteticista, como un lenguaje plástico dotado de leyes precisas que permiten construir una dispersión coherente de elementos sin cualidades o memoria (de la que Sejima o quizás Nishizawa parecen sospechar por la carga de convención que soporta).

El diagrama y su belleza -que ya ha sido explotada por artistas como Peter Halley- adquieren así una nueva condición, la tridimensionalidad, dando lugar a un espacio abstracto inmediatamente referible a ese espacio mental, subrayada su radical inmaterialidad por paramentos blancos y transparentes como única paleta material. Estos ingredientes crean un ambiente clínico, como de ciencia-ficción -que guarda mucha relación con los interesantes experimentos del joven arquitecto suizo Philippe Rahm-, envolviendo a los visitantes en una experiencia sorprendentemente agradable, como si éstos, saturados de objetos, formas, guiños, estímulos materiales -«espectacularidad y opticalidad», en palabras de Peter Eisenman- volvieran a un estado de inocencia primordial y súbitamente advirtiesen que nada de toda esa fanfarria posmoderna y de sus secuelas mercadotécnicas tiene que ver con ellos ni con el futuro que desean para sí mismos. La arquitectura atmosférica, la arquitectura capaz de hacer del aire y el agua, el sol y la tierra los mejores materiales de construcción, la arquitectura que busca deshacerse de lo específico, alcanzar un estado de vacío, diluirse, ha dejado de ser una aspiración de unos pocos iluminados para adquirir su consagración como tendencia a través de esta referencia asombrosa.

La arquitectura ambiental tiene así su primer manifiesto, construido en un verdadero no lugar, arrojado allí por una de las parejas de arquitectos más influyentes de su generación, irradiando su belleza atmosférica con efectos que no tardaremos en percibir. Pero queda una duda, apuntada por Jeff Kipnis y Bob Somol en un debate reciente en la Escuela de Arquitectura de Princeton: saber si sus propios autores son conscientes de su hazaña, si realmente hay algo más que un acierto casual, fruto de la enorme facilidad y seducción que despliega este estudio con sus trabajos. Sejima, de nuevo hermética como hace doce años, tras uno de sus largos, larguísimos, silencios, como si se tratase de una versión rediviva del Peter Sellers de Bienvenido Mr Chance, dejó a todo el mundo sumido una vez más en la duda al pronunciar su sentencia: «Quizás sea demasiado simple». –



El que escucha la materia
julio 20, 2007, 2:59 pm
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IÑAKI ÁBALOS 14/07/2007

Luis Peña Ganchegui (Oñate, 1926), uno de los más destacados referentes de la arquitectura contemporánea en España, ha desarrollado la mayor parte de su obra en el País Vasco, donde siempre ha atendido a la tradición, la naturaleza y a los materiales, que ha sabido llevar a los lenguajes actuales.

Hace tiempo, cuando El Peine de los Vientos se acabó de construir, la revista Carrer de la Ciutat, entonces marginal y ahora codiciada por coleccionistas, publicó una composición dual que proponía al lector la obvia comparación entre las dos imágenes allí reunidas, una vista del peine en un día de oleaje y un detalle del conocido cuadro de Caspar David Friedrich, El viajero contemplando el mar de niebla (1817-1818), en el que, por así decirlo, quedó fijada la mirada romántica. Esta mirada había sido alimentada previamente por la estética pintoresca inglesa de finales del siglo XVIII; autores como Uvedale Price hablaban ya del placer de pasear entre escenarios variados e intrincados en los que la naturaleza dejada tal cual, con una cierta rudeza, procuraba un goce estético nuevo, distinto del proporcionado por el objeto aislado clásico, y distinto del goce atormentado de lo sublime, intermedio y en relación dialéctica con ambos. Ésta es la belleza pintoresca, que aspira a unificar las categorías con las que juzgamos un árbol y un edificio, un río y un camino, naturaleza y artificio.

Artistas, jardineros y arquitectos aspiraban a construir una síntesis de cultura y naturaleza basada en el diálogo, en escuchar el lugar. El pintoresco es un espacio auditivo, determinado por la capacidad para oír al genius loci, al genio del lugar que desea la realización y la felicidad del lugar (como Genius, para los latinos el dios al que se confía la tutela de cada persona, el ángel de la guarda de la tradición cristiana, desea la felicidad de su protegido). Dejar que las cosas hablen y dar forma a aquello que quieren ser. Ésa es la primera condición para crear un verdadero espacio público pintoresco, algo no tan anclado al pasado si bruscamente pasamos al siglo XX y dejamos a Le Corbusier hablar de lo que denominaba «espacio inefable», como una resonancia acústica que se establecerá en los momentos de mayor intensidad entre hechos de la naturaleza y arquitectónicos, una armonía «musical» producto de escuchar el lugar…

Peña, Luis Peña Ganchegui, el arquitecto que trabajando en la ciudad pintoresca por antonomasia, San Sebastián, ha enseñado tanto a tantos, es desde luego el gran intérprete de esa forma acústica, esa gran oreja que es la traza entera de San Sebastián hablándole a él y sólo a él -paradojas del destino, sordo como dice ser Peña siempre que le conviene serlo y, sin embargo, con un oído tan fino cuando las cosas le interesan-.

Lo curioso de su propuesta es
que, cuando nadie estaba aquí interesado por estos temas, él parecía dominarlos como si formasen parte de su ADN. Y hoy, que seguimos viendo estos espacios de Peña en San Sebastián (o mejor este San Sebastián ya por siempre «peñizado») como estrictamente contemporáneos, y que estas ideas están en las pantallas de los ordenadores de los arquitectos, sigue siendo difícil emular su belleza y su intensidad (algo sin duda hay en el cementerio de Igualada de Enric Miralles, y en la plaza de Sants en Barcelona de Piñón y Viaplana). Una de las razones de su brillante contemporaneidad estriba en que Peña no se quedó en emular a los románticos sino que avanzó unos pasos más, influido directa o indirectamente por el materialismo existencialista de su amigo Eduardo Chillida, pero también distanciado de él por su pragmatismo y sentido común, capaces de desarmar cualquier discurso elevado con media sonrisa socarrona.

«Genius materiae»: una expresión que en los últimos años nos hemos acostumbrado a oír, con éstas o con otras palabras más modernas, como «material organizations» o «digital expanded surfaces», expresiones todas que vienen a contarnos ahora que una organización algorítmica de la materia, contrariamente de la tradicional separación entre sustancia y forma aristotélica, permitiría construir la forma arquitectónica basándose en atender (¿escuchar?) a sus propios procesos formativos materiales, acoplándose digitalmente a ellos, en un nuevo materialismo que, además, permite acercar diseño y producción gracias a los programas CAD-CAM. «Fabrications» es la palabra con la que los arquitectos americanos entretienen su fascinación por la producción digital de patterns (patrones) que admiten variaciones algorítmicas dando lugar a superficies con texturas variables formadas por elementos discretos (todavía las tecnologías CAD-CAM no permiten grandes tamaños tridimensionales) que pueden pasar por ejemplo de la opacidad a la transparencia, siempre basándose en mantener constantes sus leyes de trabazón.

Chillida, en un lenguaje más próximo a Heidegger (quien sin duda cuando hablaba de los «divinos» o cuando paseaba por el bosque alrededor de su cabaña en la Selva Negra dialogaba con el genius loci), hablaba de «escuchar la materia», de que su trabajo consistía en dejarla emerger -acero, madera, hormigón, piedra, materiales todos dotados de un espesor temporal, de un significado existencial, ontológico, que el artista desvelaba…-.

Peña descubriría que los almacenes del Ayuntamiento de San Sebastián estaban llenos de los adoquines utilizados previamente a asfaltar la ciudad y, cuando «por cuatro duros» -como él lo ha descrito-, le encargan ese cuarto trasero que era el espacio hoy ocupado por la plaza de la Trinidad -una intervención única ésta de convertir en una plaza una trasera inmunda chocando contra las faldas de Urgull-, ante aquella topografía endiablada y la falta de programa, dinero y forma, concibió su sistema de organización material capaz de dar consistencia y sentido a aquel dislate, incluir un programa de deportes vascos y crear un graderío en el arranque del monte, que convirtió el lugar en el sitio donde pasaba y pasa siempre lo más interesante de la ciudad -desde luego el festival de jazz, que ha convertido aquel lugar en un verdadero y emocionante espacio acústico, favorito y siempre halagado por las grandes estrellas que lo visitan, encantados de que esa amalgama de colinas, piedras, personas y medianeras cree un recinto tan íntimo en medio de la ciudad-. El adoquín, tan antiguo que se había eliminado del inventario municipal, es el genius materiae que todo lo resuelve, naturaleza y artificio, píxel que tiene sus leyes de organización inscritas en él mismo.

Yendo para atrás, Peña dio un
gran salto hacia delante en el tiempo, un salto que le permitió acometer El Peine de los Vientos sabiéndolo todo ya, sabiendo cómo había que construir en el límite entre la montaña y la ciudad, pixelizando el relieve y adaptándolo al paso humano: el escalón, la grada, la plataforma. El diálogo con el lugar ya era una conversación de viejos colegas (tú por aquí…) y la relación con el materialismo de Chillida tan buena, tan fácil, que durante mucho tiempo tuvo que ver con su media sonrisa como todas las felicitaciones y piropos iban para aquellas piezas de acero corten o hacia las «estructuras sonoras» -de nuevo la acústica del viento y el mar- que se quisieron afinadas por Luis de Pablo. Y apenas nadie se detenía a pensar que la felicidad del lugar, ese gran logro del personaje admirable que es Peña, es lo más emocionante del recinto, el ungüento que hace que todo entre en «resonancia», creando un lugar que uno percibe tan feliz de ser así, tal y como es, que no hay donostiarra que no utilice este rincón del paseo para encontrarse de cuando en cuando consigo mismo, para meditar hacia dentro con la mirada perdida hacia el infinito, exactamente igual que el personaje que inmortalizó Friedrich, que no ha dejado de acompañarnos ni un instante en esta visita a los lugares en los que San Sebastián se encontró con la modernidad, precisamente porque se reconoció como la ciudad más pintoresca jamás imaginada.

Nota: La rutina hace invisibles las cosas. La plaza de la Trinidad ha ido paso a paso aceptando cambios, cierres, pinturas, nuevos usos, repavimentaciones, y siempre ha aguantado cada nueva intrusión. Pero volver a ella tras 10 años sin visitarla produce un gran dolor, ninguna arquitectura de tanta categoría resiste tanta acumulación de pequeñas heridas. ¿Sería mucho pedir dejarla para siempre en el esplendor con el que se construyó?